se escucha una melodía rebotar por los pasillos color blanco roto del metro. La melodía tiene unos acordes que recuerdan a fiestas del pueblo, a melocotones maduros, a beso de abuela. La música popular es lo que tiene, puede que estés en el lugar más recóndito del mundo, bailando con pingüinos o jugando a alcanzarse con las gacelas, que inconscientemente acelera el ritmo cardiaco, moviendo la sangre a una mayor velocidad por las autopistas que son nuestras venas y calentándonos. O igual es que simplemente alegra el alma.
hasta los pasos de los grises ciudadanos marcan el compás por los túneles que les llevarán a una cadena industrial sin ventanas, oficinas laberínticas de hormigón o lugares equivalentes anclados en una primavera artificial conseguida a base de luces de neón. Todo toma de repende un ligero color, incluso las desgastadas baldosas se fuerzan para parecer amarillo y rosa, verde o canela o incluso del color de las cerezas. Parece incluso que en esos pasillos sin sombras puede florecer una sonrisa.
de repente, como si estallase una pompa de jabón, en mitad de un compás cualquiera, la melodía se recoge ante en su instrumento y se oyen unas risas. Risas de niño que cascabelean hacia mi, risas que no parecen si no la continuación natural de la música que antes serpenteaba a través de nuestros oídos, soplándonos la nuca y susurrándonos palabras aún no escritas.
y efectivamente, nada más girar la esquina hacia esas escaleras dentadas que vomitan a la gente al exterior aparecen dos niñas jugando y riendo. La niña con el pelo azabachado y vestida de azul es la que está sentada en medio del pasillo. La niña vestida de rosa revolotea a tu alredededor, medio queriendo empujarla, medio queriendo abrazarla. Su cabello color miel se encuentra también recogido en una rápida coleta pero los remolinos en el nacimiento de su pelo pugnan por escapar.
la escena es preciosa pero sobrecogedora. Eran las diez de la mañana de un jueves lluvioso de Octubre fuera del hormiguero humano y cuando me acerco a ellas, con las gotas de lluvia todavía tillitando sobre la negrura de mi abrigo, dispuesto a encarar las lágrimas de las nubes, percibo que no sólo la música provenía de ellas si no que pedían limosna a través de ella.
de repente mi mundo se tambalea y derrumba. Las notas presuntamente alegres se transforman de repente en estertores de lamentos y mi sonrisa se trunca. Deberían estar en el colegio, deberían tener la oportunidad de no trabajar y jugar si no sólo jugar, tienen derecho a aprender, a labrar un futuro lleno de flores, a construir castillos en el aire sin pensar en facturas...y no, no pienso acostumbrarme a seguir viendo cosas así. No quiero entrenar mi sensibilidad para que no me afecte. Quiero que la melodías sea otra vez alegre.
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